el ojo del panóptico (cronología de un desborde)

Dos críticos culturales asistieron al reciente estreno de la obra en la Ciudad Cultural Konex. El espectáculo, que puede verse los domingos 20:30 en el complejo de la calle Sarmiento, despertó tantas controversias como uno sospechaba que iba a ocurrir. Con ustedes, las opiniones.


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Relato de un desborde, con final feliz

por Ned Ludd(*)

La flamante obra de “teatro y multimedia” –como optaron definirla sus autores- de Maximiliano García y Ernesto Pombo es, ante todo, una obra original. Pero es original en su sentido más amplio: no sólo por la extraordinaria simpleza para combinar el teatro, la tecnología multimediática y la filosofía, lo que ya es original per se, sino que también es original en su abordaje temático. “El ojo del panóptico (cronología de un desborde)” no es otra cosa que un relato sobre el origen: el del hombre, el de sus miedos, el de su autocondena, pero también el de su libertad y el de su autodeterminación.

Foucault (el personaje central, interpretado sin fisuras por el propio García), es un ser agobiado por su compulsión al (¿auto?) control, por su propia racionalidad, por una mirada omnipresente y abrumadora. La obra está estructurada (nunca mejor usada esa palabra) en 3 actos (Miedo, Culpa y Dolor) más un preludio y una conclusión.

La introducción nos presenta a un hombre, al “hombre” de la sociedad del control. Preso de su autocontrol, nos muestra a flor de piel la microfísica foucaultina del poder. A partir de allí iniciará su periplo libertario, enfrentado sus miedos, sus culpas (este segundo acto es de una rebeldía redentora poca veces vista en nuestras tierras) y el dolor que su sumisión provocan. El salir airoso de estos desafíos, le permitirán al hombre poder armar su jugada, cuando su autoopresión se resista a dejarlo ser.

El realismo del orgiástico final, que nos invita a participar de la génesis de la liberación, es la mejor respuesta a aquellas voces que se alzarán contra la obra acusándola de individualista, de fragmentaria. Es el hombre el que inicia su autarquía, la liberación de su conciencia opresora. Para decirlo de una vez, junto a Marx: más importante que la ignominia es la conciencia de la ignominia. Pero es sólo en tanto conjunto, en tanto vínculo con otros cuerpos que esa autonomía puede resultar liberadora. Aquel que no quiera ver esperanza social en esta liberación, en esta emancipación creadora del ser, no habrá entendido el profundo mensaje de acabar con su propio panóptico. Y posiblemente seguirá formando parte de esta sociedad heterónoma, incapaz de salir de su autoculpable minoría de edad. El resto, ya estamos para jugarle las cartas necesarias a nuestro (inconsciente) opresor y ganarle blandiendo nuestra culpa, nuestros miedos y, también, nuestro dolor.

(*) Epistemólogo

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El desborde de los seres solitarios

“Es necesario defender la libertad humana de las múltiples opresiones”
Margaret Thatcher

Oscar Más (*)

A fines de los sesenta, una corriente cultural cuestionó los fundamentos de la Modernidad. Toda una serie de intelectuales –en su gran mayoría, franceses- prefirieron la fragmentación, la dispersión, los micro-relatos, antes que las grandes narraciones que habían caracterizado al período precedente. Marx, la lucha de clases, la Revolución (así, con mayúsculas) quedaron desplazados por las lecturas de Heidegger y/o Nietzsche. Uno de los más lúcidos teóricos, describió los intrincados nudos que ligan al poder con el discurso.

Precisamente, esa nueva inteligentzia se fusionó con la emergencia de una concepción política, económica, social, también crítica de historias y disputas anteriores. A ésta última, se la conoce como neoliberalismo. Como tal vez nunca antes, el mundo asistió a tan amplias libertades: de los mercados, de los poderes económicos hiperconcentrados, de las autoridades militares imperiales.

En este clima de época, el individuo asumió la primacía hasta ocupar el centro de la escena. Despojado de esos grandes panópticos que lo oprimían (Estado, valores colectivos y solidarios, toda una serie de instituciones que lo contenían, le brindaban identidad), por fin pudo ver la luz y jugar a las cartas con su destino. Sin mayores obstáculos.

“El Ojo del Panóptico” se inscribe en ese magma discursivo de la dispersión, la fragmentación. Siempre, el individuo enfrentado a sus miedos, sus culpas y sus dolores (nótese que estas líneas prefirieron soslayar la noción de sujeto: la misma, nos remite a los otros; el sujeto está abierto, sujetado, al mundo). Durante el relato, ningún indicio que ligue esos sentimientos opresivos con injusticias sociales, con la distribución injusta de las riquezas, con el dominio fenomenal de unos (hombres, estados, ejércitos) sobre otros. Tal vez, el problema de preguntarse por la microfísica del poder sea el olvido de la macrofísica del poder. Para “El Ojo…”, lo único que vale es la primera interrogación.

Aquellas prosas siempre atentas a rescatar lo dionisíaco, señalarán una de las escenas finales, la del baile orgiástico, para argumentar sobre una liberación socializada. El autor de estas líneas prefiere remarcar que esa orgía es simulada, teatralizada. Y no porque los autores y los artistas sintieran pudor de encarar la escena con mayor realismo (cosa posible, por otra parte). Esa impostura metaforiza sobre desbordes fingidos. En todo caso, una imagen final, mucho más acorde con el resto del texto, debería ser una masturbación. Solitaria y silenciosa.

(*) Estudiante avanzado de filosofía; grafólogo.

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